Estamos ante la herramienta insigne del Customer Experience, sobre la cual se han construido mitos y leyendas. Hablamos de una herramienta cuyo propósito principal es ayudarnos a tomar decisiones estratégicas.
Estas decisiones se basan en entender y analizar lo que nos dice un Customer Journey, que en simple lo que hace es “contar la historia”, Si, contar la historia que viven los clientes en su relación con las organizaciones. Para representar esa historia, podemos utilizar distintas formas, enfoques y dimensiones que deben reflejar lo que el cliente percibe, no lo que se hace como organización.
¿Pero después de este descubrimiento, qué? ¿Qué hacemos? ¿Accionamos? ¿O solo nos quedamos mirando este novedoso e intrigante mapa?
Lo importante es poner el foco en dónde invertir y dónde desinvertir. Podemos elegir aquellos "momentos de la verdad" donde se pone en juego la relación con el cliente, o en aquellos momentos de alto esfuerzo y dolor que generalmente no van acompañados de una buena experiencia. O bien, no enfocarnos en ninguno de estos, sino más bien diseñar o crear nuevas interacciones y experiencias. El objetivo es estrechar ese vínculo, fidelizar, lograr que nos recomienden, que los clientes se queden más tiempo con nosotros, que compren más y estén dispuestos a ampliar o diversificar sus productos o servicios.
Hasta aquí, estamos frente a decisiones, pero debemos pasar a la acción. Un customer journey por sí solo no cambiará la experiencia; solo nos ayuda a comprenderla y, en su versión “to be”, a trazar lo que queremos que viva el cliente. Con esto en mente, debemos recordar que la clave está en actuar y evitar caer en el “sobrediagnóstico”. De lo contrario, los clientes empiezan a perder la paciencia, a buscar alternativas, y las organizaciones también,
donde se observa un fenómeno dicotómico en que las compañías declaran seguir apostando por experiencia, sin embargo, disminuyen su presupuesto por la falta de resultados.
Pasar a la acción implica actuar, lo cual a su vez implica hacer algo. No podemos quedarnos en ese conocimiento profundo del cliente, sino avanzar al siguiente paso: transformar la experiencia. Y esto parece cuesta arriba con el solo hecho de pensar en buscar presupuestos, recursos, definir un plan de trabajo, la metodología que queremos que nos acompañe en esta etapa y, sobre todo, convencer al resto de la organización, porque aquí todos participan en algún punto.
Si bien lo anterior es importante, lo es aún más el hecho de no detenerse. Avanzar con los recursos que tenemos disponibles, idear, diseñar, pilotar, probar, testear soluciones y atreverse a desarrollar prototipos, aunque sean de baja fidelidad, permitirá mostrar avances y demostrar con resultados que el cliente percibe el valor de los cambios propuestos. Preguntar a un cliente es mejor que no preguntar a ninguno, y visto así ya no parece ser algo inalcanzable.
Para esto, podemos basarnos en diversos métodos de diseño como el Design Thinking, Metodologías Ágiles, Lean, el Diseño Centrado en las Personas o el Diseño Basado en Emociones, entre otros. Incluso puedes desarrollar tu propio método. Lo importante es obtener resultados y generar escalabilidad en el proceso transformacional basado en la gestión de experiencias.